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carlos m. luis:

 

la vida donde quiera esté

ENTREVISTA Reynaldo JiMÉNEZ

 

a

 

 

 

CARLOS M. LUIS  …Ahora venía por el Jardín Japonés, y había un letrero con unas letras enormes que decían «Orígenes»…

 

Sí, sí, es una empresa de seguros jubilatorios, siempre me llamó la atención la coincidencia… Pero, an­tes de conocer a Lezama y a Oríge­nes, ¿cuál era tu aproximación a la poe­sía, a la literatura?

CL  Bueno, el surrealismo. Mi primer gran encuentro —el que recuerdo más— fue en una feria del libro, en La Ha­bana, y ese día me encontré con dos cosas. Una, un libro sobre el su­rrealismo de un autor español que se lla­ma Cirici-Pellicer, y era un libro que te­nía que ver más bien con la pintura. Y tenía magníficas reproducciones, me acuerdo que de Tanguy, de De Chi­rico, de Max Ernst, de Chagall y de Da­lí. Además, había un folleto en otro es­tante de libros, que tenía Del socia­lis­mo utópico al científico de Engels. Y a esos dos libritos me los llevé a casa. Y ahí recuerdo perfectamente bien que me dio una especie de fiebre. Por­que, en primer lugar, tanto en la par­te utópica del socialismo como en la parte, digamos, onírica del surrealis­mo, encontré un paralelo. Posterior­men­te, leyendo ya años después a Bre­ton, me di cuenta que él también ha­bía buscado ese tipo de cosas. Y pa­ra mí fue realmente un descubri­mien­to, porque de muchacho nunca me interesé en seguir ningún tipo de ca­non ni enseñanza específica —«tie­nes que leerte esta cosa» o demás—, si­no que más bien fui lector de cuentos de hadas, cosas de ese estilo. Y ade­más la música. Siempre estuvo la mú­si­ca presente. Porque ya en esa épo­ca, había descubierto la música con­tem­poránea. Tenía un padrino, quien era un hombre muy musical y presiden­te de la Sociedad de Conciertos, aun­que muy conservador. Para él la músi­ca terminaba, si acaso, en Debussy. Pero en una ocasión llegó Strawinsky a La Habana. Y dirigió Petrushka y otras cosas más. Y ese día, habían dos ce­llistas de la orquesta —uno de ori­gen argentino, Adolfo Odnoposoff, cuyo hermano también es violinista, y otro que se llamaba Xancó— y ambos conocían a Strawinsky. Strawinsky, que era coleccionista de pintura, que­ría ir a ver a algunos pintores cubanos y Xancó me dijo: «Oye, ¿quieres unirte a la comitiva?». «Naturalmente…» Y en­tonces le llevé cosas a Strawinsky y Strawinsky en un momento dado dijo —tenía la voz muy ronca— que para conocer el pasado había que en­tender el presente. Y eso siempre se me quedó grabado. Y entonces ese día, escuchando a Petrushka la mo­der­nidad se me descubrió. Ah, y pocos días después, porque estas cosas siem­pre ocurren así, por magia, ¿no?, se apareció un número especial de la re­vista Life, donde tenían un gran ar­tículo sobre el surrealismo. Y, entre otras, tenía reproducciones de los co­lla­ges de Max Ernst. Y esa fue la otra revelación.

 

¿Qué edad tenías?

Dieciséis, diecisiete años. Ahora, todo esto provocó reacciones tremendas en mi familia, creían que estaba loco por­que a veces me gustaba «dirigir» or­ques­tas, solo, en mi cuarto  y… en fin… me mandaron hasta a un analista, ¿no?, para ver qué le pasaba al mu­cha­cho. Tú sabes, familia burguesa. Al ex­tremo que, coincidiendo con eso, in­me­diatamente mi familia decidió que an­tes de estudiar yo debía también tra­ba­jar. Toda mi familia eran personas de negocios, pues entonces yo debe­ría hacer lo mismo. Es decir, estar, me­ter­me en eso. Y me metieron en un la­bo­ratorio que se llamaba Sterling Drug Company, que es gigantesco, que es el que hace la aspirina Bayer y toda una serie de cosas, y un tío mío era su apoderado general para el Caribe. En­tonces tuve que trabajar ahí. Resul­ta­do: organicé un sindicato. Para ma­yor escándalo familiar todavía, me uní a los grupos comunistas. Ahí coincide, en ese momento, mi cono­cimiento con Le­zama. O sea que con este bagaje que te estoy diciendo, que no es nada ori­genista como tú podrás determinar —en cuanto al origenismo tradicional. Yo ya sabía de la existencia de Le­za­ma y había conocido a Roberto Fer­nán­dez Retamar. Retamar en ese mo­mento era muy hermoso y todas las mu­jeres caían de rodillas ante este per­so­naje que tenía un tipo muy ro­mán­­ti­co, etc. Yo no sé por qué, siempre me pareció un miserable, pero bueno, tra­bamos ese tipo de relación , ¿no? Y fue él quien me presentó a Lezama, aun­que el día convenido para darme cita con Lezama, Retamar no acudió. El caso fue que eso me condu­jo a casa de Lezama.

 

En un día muy particular, ¿no?, por­que concurrieron varias cosas ese día…

Fue el día en que conocí a Lorenzo García Vega, porque Lezama siempre hablaba de «los jóvenes con inquie-tudes» y para él yo era un joven con in­quietudes. Él no tenía la menor idea de quién yo era, pero fue generoso pa­ra recibirme, porque a veces se nega­ba a recibir gente. Pero llamó a Loren­zo seguramente para que lo acompa­ña­ra, me imagino que era natural, para no verse solo conmigo. Y me recibió. Él tenía un ceremonial muy especial, es decir, a la gente con quien no tenía con­fianza la recibía en la sala de la casa. A medida que iba adquiriendo con­fianza, nos iba invitando dentro de la casa, a su habitación de trabajo. Era un especie de rito de iniciación. Hasta el centro del palacio del rey, como está en los textos eso-téricos. Pero en este ca­so, bueno, me recibió ahí, y estaba Lo­ren­zo, con una mirada muy huraña. Con sus profundos ojos azules miraba y no profería palabra, porque Lorenzo siempre… Pero Lezama tenía la cos-tumbre, como solía decir, de echar a vo­lar los balones de colores y era para de­cir lo que se le ocurría. Y entonces co­menzó a hablar de los dos catolicis­mos. Si yo sabía que había dos catoli­cis­mos: uno de carácter paulino y otro de carácter petrino, o sea que venía de San Pedro. Me quedé pas­mado: yo que voy a saber nada de eso. No me acuer­do ahora qué fue lo que le dije ni mu­cho menos, pero esa conversación des­pués derivó a Paul Klee y Mon­drian. Y eso me embulló un poco más y hablamos, y bueno, al dar él por finito la visita, salimos con Lorenzo. Fuimos a caminar, nos tomamos una cerveza, nos montamos en un tranvía y ahí es­taba Martha, que ya era novia mía en ese momento, en el tranvía ése. Se con­virtió en El Tranvía Llamado Deseo, ese viaje entre Martha, Lorenzo y yo. En­tonces amisté con Lorenzo. Nos caí­mos bien y además los dos tomá­ba­mos y ahí hubo empate. Y después, lo que pasó fue lo siguiente: que yo no tenía ningún interés en dejar que ese encuentro terminase ahí. Yo sabía que Lezama… Antes había las reunio­nes con Lezama en un café que se lla­ma­ba «Lluvia de oro», fijate tú, es un nombre alquimista… Enfrente ha­bía una librería que se llamaba «La Vic­to­ria», que después cerró. Enton­ces Lezama se mudó para otro café, en una calle paralela. Eran las calles de las librerías, la calle Obispo y la ca­lle O’Reilly. Casi todas las librerías es­ta­ban ahí, en La Habana vieja. Yo sa­bía que él los jueves iba a comprar li­bros y entonces se sentaba solo, por lo general en este café nuevo que se lla­maba «Reboredo», de un español que tenía el mismo nombre. Dije, es la mía, si paso por ahí y si él me ve y me dice «Venga, muchacho…» y si no tie­ne interés ninguno, pues no va a de­cir nada. Ocurrió que sí me dijo «Ven­ga muchacho, siéntese acá.» Ahí em­pe­zó la cosa. Después los sábados, por­que los sábados ya venía más gen­te a reunirse en el café. Y Lezama pre­si­día, como es natural.

 

¿Se establecía tácitamente eso, con su sola presencia?

La presencia estaba ahí. Con su cer­ve­za, y las cosas que el gallego aquel le cocinaba. El gallego tenía la intuición de que era un gran hombre, casi no sa­­bía leer y entonces le decía «Dotor, dotor…». Y poco a poco Lezama me fue cobrando afecto, me imagino, tiene que haber sido porque si no, no… Y en­tonces él era que me llamaba un día por teléfono y él sabía que me intere­sa­ba el surrealismo y todo eso y que con­mi­go no iba a ir muy lejos en cues­tio­nes de Marcel Proust… Y me empe­za­ba a recomendar libros y yo le des­cu­bría libros de teología que a él le en­can­taban. Empezaron a surgir en­cuen­tros a ese nivel, ¿ves? Él me de­cía que había que leerse las obras de Ler­ner-Holbenia, que nadie leía —na­die más que Lezama—, que era un au­tor rarísimo, austríaco, y había que leer­se a Tomas Hardy y aquí y allá, y yo por otro lado le descubría también obras raras, porque era un ratón de bi­bliotecas y de librerías y de cuanta cosa había. Entonces fue Lezama el que presidió todo el proceso poético después.

 

Encontré tu poema en Orígenes, hice un trabajo arqueológico…

¡Qué horror! Es un poema infame… dime...

 

No, no… Hay unos versos que te que­ría leer. Dice en un momento: «Como un cazador me exhortas y contemplo la arena el castillo y la flor que dejas a tu paso. Pero yo continúo. ¡Oh ca­za­dor! El otro es transparente.» ¿A qué te suena, hoy?

Bueno, pasó lo siguiente. Yo siempre fun­cionaba en tres dimensiones, nunca en una. Estas tres dimensiones son difí­ci­les de conciliar, pero creo que existen si­multá­neamente. Una es la sobrenatu­ral, donde uno lidia como puede con la fe. Y para mí todo es fe. O sea tú puedes te­ner fe para decir que Dios existe y tie­nes que tener también fe para decir que Dios no existe. Porque no hay com­pro­bación ninguna, entonces todo es pro­blema de fe, en el fondo. Ése sería el orden trascendental de las cosas, ¿no? Después existe ya el otro, el or­den de lo maravilloso. O sea el orden és­te, cuando nos movemos en torno a la poesía, todo este mundo nuestro de ca­da uno de nosotros, alquimia, lo que le dé la gana a uno. Y los instrumentos que uno utiliza para ir descubriendo lo ma­ravilloso. Y después el orden de lo so­cial, o sea donde uno también tiene que actuar día a día, o lo cotidiano, como tú le quieras llamar. Y ahí cada uno de nosotros tiene también sus ideas. Fui por mucho tiempo, y sigo sien­do en gran medida, inclinado hacia el socialismo, pero en aquella época era mucho más radical. Y ese poema era un momento mío en que estaba li­dian­do con todo ese aspecto de lo trascendental.

Escribí varios libritos que publiqué en Cuba, pero el primero se publicó en México, con unos dibujos de Jorge Camacho, que se llamaba Los años los días, que eran unos poemas la ma­yor parte eluardianos —por Paul Eluard—, y donde el único verso que me acuerdo y me interesa, porque fue una divisa mía, es el que decía: Hay que buscar la vida dondequiera que esté. Y ésa sigue siendo mi divisa. (Aun­que le temo a la muerte, la muer­te es Jorge Camacho me dice que ha­bía una magnífica casa, que había que ir, y a mí siempre todo ese mundo me interesó. Lo conocí muy bien. Ade­más porque los negocios de mi familia tenían que ver con hoteles y turismo y entonces por las noches los chofe­res que llevaban a los turistas me lle­va­ban a todos esos lugares. El caso es que ésta era una casa donde te da­ban fotografías y tú escogías, como un menú. Era una casita con soporta­les y todo. Llegamos y salía, en ese mo­men­to, una niña que no tendría más de trece años. Me acuerdo de sus pro­fundos ojos azules, muy bella, y que formaba parte del plantel. La niña en cuestión era virgen, ella nada más se dedicaba a dejarse acariciar por gen­te mayor, pero vivía con una mujer que era la que la dominaba. Se lla­ma­ba Rosita. En eso coincide José Luis. Entonces la conoce. Y José Luis cae prendado de la niña. Y hay una fies­ta, en lo de esta mujer adonde va­mos José Luis, Jorge Camacho y yo, una fiesta que es indescriptible. Y pa­san los años, los años, y me voy a vi­vir a Nueva York y José Luis está en Nue­va York, y esa noche íbamos a co­mer en casa de Julián Orbón, y paso por una exposición que tenían de su obra. Me ­veo que toda la exposición era un homenaje a Rosita. Te estoy ha­blando de veinte años después o qui­zá más. Le pregunté a José Luis: «¿Acá está Rosita?» «La misma. Nun­ca se me ha olvidado.»

 

¿Las ediciones en México quién las hacía?

Ésa la hizo Jorge Camacho. Pero a Jor­ge, que en ese momento también era muy de izquierda, no se le ocurrió na­da mejor —y esto era en el tiempo de Batista, en Cuba—, cuando llegó de México, que venir con el paquete de los libros: adentro tenía literatura maoís­ta. Los aduaneros abrieron aque­llo y entonces lo detuvieron. Me­nos mal que el padre de Jorge era un hom­bre muy poderoso en la política y, como todas las cosas nuestras, eso se arreglaba y hubo que llamar a un mi­nistro y no sé qué, el caso es que se devolvieron los libros. Fue mi pri­me­ra aventura. El libro le gustó a Leza­ma. No porque me lo dijera, él nunca me dijo nada, sino porque el librero adon­de yo compraba libros me dijo, se lo dijo al librero. Hasta que llegué a Nue­va York y ahí publiqué un par de co­sas más. Pero de todo eso mío no qui­ero ni acordarme.

 

Vos participaste, cuando fuiste a New York, de una revista llamada New Po­li­tics. ¿Qué era ese proyecto?

Cuan­do llegué a New York, llegué todavía con ímpetus socialistas. Ade­más tenía la idea o la teoría…

 

Año 61…

Era el 62. Yo salí el 31 de diciembre del 61 de Cuba. Pero me jodía la idea, la cosa, de que yo había traicionado a Cuba de alguna manera. Porque esa es la atmósfera que se había creado: el imperialismo, que era el enemigo…

 

Irse era traición en ese contexto.

Exacto. Y además porque Martha ha­bía ido a Mia­mi con los muchachos y me fui a New York. Ahí encontré tra­bajo en una librería, en la «Double­day». Y pasean-do un día por la calle 42, en un estante de revistas encontré una que se llamaba New Politics, adon­de había cuatro artículos sobre Cuba. La compré y eran cuatro ensa­yos desde el punto de vista del socia­lis­mo, pero una crítica profunda a lo que había pasado en Cuba. Y bastan­te negativa con respecto a la persona­li­dad de Fidel Castro. Aquello me gus­tó: podía haber un socialismo y a la vez un socialismo disidente del otro. Les escribí una nota. Y me recibieron; era un grupo muy interesante, porque era el resto de todo un grupo, casi to­dos judíos, si no todos, que había es­tado ligado a los movimientos trotskis­tas durante la guerra, y habían hecho otras revistas y cosas, aunque ya esta­ban en una posición más disidente. Y ha­bían organizado esta revista que an­tes se llamaba Politics y ya se llamó New Politics. Y ahí se reunía gente que ha­bía estado ligada a la revolución rusa; ahí vi a Kerensky, gente así. Y me pasaron cosas increíbles, porque esta gente no sólo me pidió que es­cri­biera, cosa que hice, sino que Teo­doro Draper, que era un hombre muy ex­perimentado en la Guerra Civil Es­pa­ñola y Cuba, me recibió en su casa, tenía una biblioteca extraordinaria. Em­pecé a conocer la gente más in­creí­ble del mundo, elementos trots-kis­tas. Un día ellos mismos me dicen: «Ve a tal lugar que te van a dar dine-ro.» A mí me hacía falta el dinero, en­ton­ces voy a la calle 23, allí en New York, y a un quinto piso, una cosa así, un edificio muy vetusto. Me reciben en esa oficina y había, cuan grande era la pared, una fotografía de Lenin y otra de Trotski. Fijate tú, yo salido de Cuba me encuentro con aquella cosa de Le­nin. Y salieron unas señoras ahí, ra-rí­si­mas, y me dieron 100 dólares. Con mis 100 dólares en el bolsillo, me fui. Mu­rió la viuda de Trotski al poco tiem­po y se hizo un lindo homenaje, de 300 copias, a ella, Natalia Sedova. Un buen día, yo no sé cómo demonios, to­can a la puerta de mi apartamento y aparece una rusa —para mí que era rusa porque era una mujer gigantes­ca—, era pleno invierno y me dice: «Aquí tiene usted una de las copias del homenaje», como si hubiese sido trots­kista o algo por el estilo. Te digo esto porque entonces toda esa gente me metieron a hablar en clubs so­cia­listas y todo fue pagado, y me ayuda­ron muchísimo. Fueron gente real­men­te muy abierta conmigo, al extre­mo de que cuando yo les dije «Estoy es­perando que mi esposa venga», di­je­ron «Les vamos a conseguir un apar­ta­mento gratis porque tal profesor se va para Alemania de año sabático.»

 

Entraste en una trama de solidaridad.

Bueno, tú sabes que aquello es puro ba­rrio judío tradicional. Y yo metido en el medio de ésa… Me invitaban a ve­ces a comer unas cosas, unos pesca­dos que me sabían a rayo, pero, bue­no, tú sabes, así fue. Fueron realmen­te de una gran generosidad. Lo que nun­ca se me olvidará, porque es el tipo de cosas que la gente hace sin ne­cesidad ninguna de hacerlas. Así pu­de conocer gente muy interesante, gen­te que había estado ligada inclusive con Breton, de la época en que Bre­ton había estado en New York. Lio­nel Abel, por ejemplo, era un hombre muy ligado a esa gente. Nicolas Calas, que tenía varios libros publicados por los surrealistas, un tipo simpatiquísi­mo, que tenía una gran colección de pin­tura surrealista en su casa. Todo ese elemento estaban ligados unos con otros. Siempre peleándose, teóri­ca­men­te, qué sé yo, si Trotsky dijo tal cosa, no Lenin lo dijo, boberías que a mí me aburrían. Pero, estábamos en ese asunto. Luego, claro, me pongo a tra­­bajar, ya me suben de sueldo y toda una serie de cosas y viene todo el proceso de la década de los 60 hasta los 70, que es toda la revolución aque­lla. Que me pareció muy bien, pero en­tonces empezó a aparecer una se­rie de gente hablando del «experimen­to cubano», del Che Guevara y esto y lo otro, gente ésta ya un poco más de sa­lón, con un gran whisky en la mano. Eso sí que me emberrichinó. Uno reac­cio­na frente a ese tipo de cosas. Y en­ton­ces tuve un período en el cual ya re­ne­gué de todo. No que me convirtie­ra en una persona de derecha, pero sí ya me cansaba esa gente. Para enton­ces Julián Orbón ya se había mudado para New York y se arma una atmósfera muy pro-origenista de nuevo.

 

De esa época es la correspondencia de Lezama contigo que aparece en el libro de Eloísa Lezama Lima.

Seguramente, sí. Entonces se vuelve a revivir un poco en mí ese espíritu ori­genista. Julián se decía muy cató­lico, aunque de un catolicismo muy es­té­tico, pero bueno… Era un gran cono­ce­dor del canto gregoriano. Había una igle­sia cerca de donde él vivía, donde la misa era gregoriana. Pero podría­mos seguir con otra pregunta...

 

Estaba buena la relación. Julián Or­bón es alguien de quien no se habla mu­cho…

Sí. Julián iba a ser el Richard Wagner del origenismo. El que iba a poner a Orí­genes en órbita, porque era un ge­nio. Porque sobre todo los Vitier, que te­nían lo que San Ignacio de Loyola lla­maba indiscreto fervor, eran dema­sia­do fervorosos, lo tenían subido a un gran altar. Y además Julián tenía, el pobre, un ego que no cabría en Bue­nos Aires. Pero a su vez era un hom­bre muy simpático, muy inteligente, de una memoria fabulosa y sabía coordi­nar ideas y todo eso. Y en fin, que po­día llegarte a convencer, gracias a su tra­to que era afable, en el sentido en que le encantaba invitarte a comer a su casa. Él prácticamente no salía. Era una vida muy rara, porque era un neu­ró­tico clásico, y se enredó con una ami­ga nuestra venezolana, y eso fue tam­bién una aventura amorosa que, como todas las cosas de Julián, esta­ba llena de histerias, de problemas. Ju­lián entonces empieza a traer a co­la­ción todo el elemento católico fran­cés —Leon Bloy, Maritain, en fin, to­dos esos escritores que en su mayoría nun­ca me gustaron. Claudel considero que es un poeta y no se le puede qui­tar eso pero a mí me aburre un poco, tú sabes, ese exceso: el órgano… Era una especie de catedral. Ahí caí yo en esa órbita de nuevo. Hasta que lle­ga Lorenzo, ya es el otro proceso. Y mien­tras tanto regreso a París. Me ha­bía peleado con Camacho, porque Ca­macho me había echado en cara que había traicionado a la Revolución. Ca­macho desde París era más revolu­cio­nario que nadie —y ahora es más con­trarrevolucionario que nadie. Se ha­bía peleado conmigo, pero vino la cri­sis del 67-68 en Praga, los surrea­lis­tas rompieron con la Revolución; él, en consecuencia, rompió y me mandó un recado con la mujer de Matta. Y en fin, regresé otra vez a París y estuve yen­do varias veces al año y entonces ya vino la reunión con el grupo surrea­lis­ta y mi participación otra vez con esa gente.

 

¿Quiénes eran ellos?

En aquel momento, André Breton ha­bía muer­to. Y todo el mundo vivía bajo la in­fluencia de su presencia, de ma­nera que la gente hablaba con cuidado lo que decía: si le hubiese gustado a André o no. Pero yo llegué en el mo­men­to en que, como estábamos en el proceso del 67, la utopía había vuelto a florecer. El grupo había seguido la lí-nea de Breton, que había roto con el mar­xismo tradicional y se había incor­porado a las teorías de Fourier y todo eso. Cuando llegué, el primer mes co­nocí sobre todo a Vincent Bounure, que era un teórico y había hecho un libro jun­to con Jorge Camacho y había escri­to un tratado muy interesante —aún lo ten­go— sobre el simbolismo alquímico.

 

También he visto, si no me equivo­co, un libro suyo sobre arte abori­gen de Nueva Guinea.

Un hermoso libro. Porque él era etnó­logo. Bounure hizo también La Ci­vi­liza­tion surrealiste, que es una especie de com­pendio, de estudio de distintos mo­mentos del surrealismo. La mujer, Jac­queline creo que se llamaba, tenía una colección extraordinaria, aparte de la biblioteca, de pintores surrealis­tas. Entre ellos, pintores locos, como Jo­­seph Crepin. Por lo menos seis o sie­­te cuadros de Crepin, que era un lo­co que escuchó una voz que le dijo: «Nada más vas a pintar trescientos y tan­tos cuadros y al final vas a morir.» Y así pasó. Vincent era además bas­tante dogmático, pero cuando llegué em­­pecé a hablar de la utopía. (Los fran­­ceses, tú sabes, son teóricos por ex­­celencia, que inmediatamente que les­ empiezas a hablar, se engolan. Son muy teatrales, son todos Racine y a mí encantan, me caen bien, siempre me han caído bien: si el afrancesado soy yo, no era nada españolizado, como los demás miembros de Orí­ge­nes.) Él estaba editando los Bulletins de liasons surrealistes con Terrosian, un pintor que vivía al lado de Jorge, muy amigo mío. También estaba Michel Zimbacca, un poeta que había hecho una película con Peret, que se lla­ma La invención del mundo. Estaba Jean Benoit, que era erotómano. Esta­ba Mimi Parent, que es la mujer de Jean. Alain Joubert, poeta también; Ni­cole Espagnol, la mujer de Alain. Muy sim­pática gente toda pero, como tú sa­bes, teórica. El menor teórico en este caso es Jean Benoit, las obras de Jean son muy difíciles porque son cons­truc­ciones que él hacía a base de papier ma­ché, cosas de ésas y adentro de to­das esas cosas él metía todo un mun­do fascinante… Hizo una obra que se llamaba «La danza de la muerte» y era una especie de flores de loto, que estaban cubiertas con la piel de un coleóptero que brilla mucho. Trajo cien­tos de coleópteros en unos sa­cos, y les sacaba la piel, el piso es­taba todo lle­no de aquello, y entonces se las pe­gaba. Adentro de cada flor de loto me­tió una figura danzante, he­cha con hue­sitos y cosas, figuras muy rituales.

Lo que me ocurrió ese día en el es­­­tudio de Jean… Tengo un sueño re­cu­­­rrente durante mi niñez —mi padre abandonó mi casa cuando yo tenía once años, no tengo la menor idea de cómo era mi padre, se borró total­men­te, nunca más lo vi por una serie de co­sas, y además mi familia recortó sis­te­má­ticamente todas las fotogra­fías. Ha­bía fotografías con la silueta recorta­da…

 

Ah, pero eso es algo que aparece por ahí en tus collages.

Es muy probable que todas las si­lue­tas salgan de ahí. Porque exacta­men­te yo tenía en mi familia esta locura. Y vi­vía con mi madre, los her­ma­nos de mi ma­dre, tíos, tías, así que era el úni­co y todo el mundo estaba arriba de mí siem­pre. Y entonces, bueno, mi pa­dre de­saparece. Y tuve un sueño recu­rren­­te en el cual yo es­taba siempre re­cos­tado al final de la habitación de la casa de mi padrino, un médico muy co­noci­do en Cuba, que era meló­ma­no, y entonces se aparecía una figura que yo la veía sin rasgos de ninguna es­­pe­cie. Avanzaba hacia mí y a medi­da que iba avan­zando la veía como gris, y era como un inmenso cactus to­do lle­no de es­pinas. Sin rostro. Se me acer­caba, me miraba y salía. Y yo in­­ter­pretaba que ése era mi padre. En el sueño me daba terror, pero sabía que era mi padre. Ese sueño se re­pe­tía y se repetía hasta que un buen día desa­pareció, no sé cuándo. Pero el día que voy a visitar el estudio de Jean Be­noit, me encuen­tro una foto de este ta­maño de una fi­gu­ra exactamente igual a la de mi sue­ño. Martha sabía, por­que le había con­tado del sueño, y que­damos pas­ma­dos. Y era una foto­grafía de un cha­­mán de Alaska.

 

Cuando dijiste que era como un cac­­tus, inmediatamente pensé en eso, en los «aliados» del chamán, per­­sonajes de otra dimensión que alían los planos… Así que ése era el clima del taller de Jean Benoit…

Jean era etnólogo. Iba mucho a Nueva Gui­nea, a comprar máscaras y cosas para un coleccionista y además un dea­ler de arte muy conocido. Pero tam­bién coleccionaba. Además Jean te­nía unos animales en su casa. Trajo uno de la selva del Brasil, le había he­cho un departamentico chiquito, con una especie de rejas de zoológico, El Mis­quillo se llamaba. Un animal que dor­mía de día y salía de noche. Era co­mo un roedor de este tamaño, así, pero feroz. Lo que pasa que se dejaba ac­ariciar por Jean, pero a veces se es­capaba y se metía en los departa- mentos de los franceses.

 

Me habías contado que conociste a Michaux en circunstancias especiales.

Michaux fue el día en que en La Car- toucherie, que es un lugar adonde antiguamente estaba la caballería francesa, los establos, que está en un barrio de París. Todo eso lo convirtie- ron en pequeños teatros, salas de ex­posiciones, cosas así, muy bonito. Y en una de esas salas había un reci­tal de la poesía de Michaux por hemi­plé­gicos. Estábamos allí los Camacho, no­sotros, y Michaux también estaba. Y entonces salían aquellos hemiplégi. cos a recitar a Michaux, figurate una cosa que… Además coincidía mucho con el tipo de poesía que Michaux ha- cía, que es una poesía a veces rota y des­garrada, y además repetitiva. La gente estaba que no sabía qué hacer. Des­pués que terminó aquel espec- táculo, nosotros estábamos al lado de Michaux y todos lo miramos a él ¿no?, el Hombre Que Casi No Hablaba. Dijo: «¡Quelle merveille!» O sea que le gustó aquello.

Michaux hablaba español. El hom­bre tenía una mirada muy profunda. En una ocasión, llegando a la finca de los Camacho, en Andalucía, se le fue a recoger al aeropuerto de Sevilla y había que ir en auto hasta la finca. Ahí a la noche y eso, sucedieron una se­rie de cosas por el medio del cami­no, unas aves que pasaron, etc. Y  cuan­do llegaron a la casa, se había me­tido dentro de la casa una especie de ganso. Y Michaux se quedó muy ca­llado y dijo: «Etonant arrivé». Y para mí eso definía toda su poesía, la lle­ga­da maravillosa. Uno se queda ma­ra­villado y además sacudido con su obra.

 

Lo relacionaba contigo porque una de las vetas de tu escritura es la ca­ligrafía, que dialoga con otras ve­tas que desarrollás.

Sí, pero eso me empezó a interesar mu­cho después, sobre todo a partir del estudio de la escritura de Mark To­bey, que es un hombre que me ha in­flui­do mucho. Y ya también mi amistad con Baruj Salinas, que es un pintor abs­tracto que está hace mucho en todo este tipo de cosas.

 

Mirando los cuadernos que tengo, que son algunos de los tantos que hi­ciste, ediciones artesanales, noto per­manentemente cómo conviven di­versísimas formas y asedios, por de­cirlo así, o «la interferencia» de dis­tintos lenguajes, recíprocamente detonantes, donde vos valorás la ta­chadura y la borradura como parte de la expresión.

Tú sabes, yo dejé de escribir poesía ha­ce veinte años. Porque a esto ya no lo llamo «poesía», lo llamo «núcleos». Por­que la palabra «poesía» está muy car­­gada todavía del siglo XIX, aunque el romanticismo es una cosa que lo atrae a uno indiscutiblemente. Pero hay de­trás del romanticismo una seudorre­li­­gio­­si­dad de la cual yo quiero huir. Y ade­más me interesa mucho más la pa­la­bra como objeto.

 

De alguna manera es quitarte la piel ori­genista, también.

También. Y otra cosa es que el len­gua­je se ha convertido en un problema, por­que vivimos encerrados como unos au­tistas dentro de la palabra, no po­de­mos expresar todo lo que queremos. Por eso la música. Quisiera que la poe­sía tuviera la misma libertad para ex­pre­sarse que la música, y eso no es po­sible. Comencé la relectura de una se­rie de autores que cuestionaban el len­guaje, no solamente Joyce, Beckett. En Aix-en-Provence, se me ocurrieron es­tos pequeños textos de Núcleos. Que todavía no tienen nada que ver con la rotura de la palabra ni mucho me­­nos, son sencillamente una pe­que­ña mise en scene o pequeño teatrico de cosas absurdas.

 

Son de alguna manera guiones, par­ti­turas. A mí me llama mucho la aten­ción éste que es mi preferido en el libro, «Letanías del espacio»:

Espacio roedor

Espacio hablador

Espacio que no quiere ser espacio

Espacio frente a espejo

Espacio desbordado

Espacio ensimismado

Espacio cruel

Espacio sumergido

Espacio copiándose a sí mismo

Espacio olvidado

Espacio vuelto al revés

Espacio inédito

Espacio colgando de un hilo

Espacio que sale corriendo

Espacio escondido en baúl

Espacio enredado en los sueños

Espacio que consulta al reloj

Espacio antes de nuestro nacimiento

Espacio que viene después

…Tiene algo de koans enhebrados, también es una indicación para la ac­ción poética, para el desarrollo in­te­rior del lector, pistas. No está re­suel­to como género-poesía, sino que es la propuesta de la rumia...

Es una propuesta, por eso yo le pongo mise en scene, una puesta en escena de las cosas. Y ahí hay cositas yo diría hasta pueriles, ¿no?

 

Sí, pero concretas.

Fue curioso, porque caminaba con Mar­tha por el bosque en las afueras de Aix, un lugar maravilloso, que era un antiguo hos­pital del siglo XVIII y está rodeado de cipreses... al lado está el bosque y un río que tiene un pequeño torrente. No hay nada que me guste más que un río o un pequeño lago. Sobre todo poder bor­dear un río, me encanta. Cuando des­cubrí ese río, lleno de piedras. (Yo soy un pedrero, donde quiera que voy me meto piedras en el bolsillo. Tengo pie­dras por todos lados. Es un poco to­té­m­ico mi caso.) El caso es que cami­nan­do por ahí llevaba una libreta, se me empezaban a cubrir aspectos y as­pectos, una cosa así. Una ebullición. Pero todo eso coincide, otra vez, con la mú­sica de Webern, las cosas de Tobey y otro pintor que me encanta que es Wols. Paul Klee también y el zen y el tea­tro noh, toda esa gran mescolanza me parece que se reflejó en estos pe­que­ños textos —como te he dicho, al­gunos pueriles, reflejando lo que en ese mo­mento estaba tratando de juntar. Ya fue a partir de ahí que entonces vino la cosa de la computadora y todo eso.

 

 

 

 

b

 

CL   Con respecto a los inmigrantes, pri­­mero cubanos y después del resto, en Miami, que combinan las pala-bras… ¿Quieres que te diga lo siguien-te? Creo que el idioma es un ser vi-viente. La gente se escandaliza por leer una palabra que está «mal dicha» por­que no está de acuerdo con el Dic­cio­nario de la Real Academia Espa­ño­la. Pues a mí eso me interesa tres pi­tos. Si la palabra suena bien, ¿por qué no? Los portorriqueños, por ejem­plo, a los latones de basura en New York les llaman zafacón, a mí me gusta cómo suena esa palabra. Además na­die sabe si un buen día pasa al diccio­na­rio. La gramática de la lengua espa­ño­la nace con el Imperio; en 1492 An­to­nio de Nebrija escribe la Gramática de la Lengua Española, en el mismo mo­mento del «descubrimiento» y de la unidad española. Y es ahí donde tra­tan de articular lo que es el idioma. Y se lo enseña a la reina Isabel, y la rei­na: «¿Para qué sirve esto?», y Nebrija: «Ma­jestad, éste es el instrumento per­fecto para hacer un imperio.» Y creo que sí, que es un instrumento perfecto, no para hacer un imperio pero sí para ha­cer la poesía, es decir para hacer todo dentro de los límites que impone la palabra. Y por eso también hay que rom­perla un poco.

 

Esto liga con algo que decís en el en­sayo sobre Lezama que publicas-te en la revista Újule: «Lezama por otra parte no llevó más lejos su idea de una nueva ética, idea que André Bre­ton también había elaborado en su momento, inspirado entre otras co­sas por la obra frenética del Mar­qués de Sade. Es interesante obser­var en este caso cómo en la obra de Sa­de se despliega una coreografía eró­tica minuciosamente organiza­da, al punto de crear esa rigidez formal que a la larga corroe todo pro­yecto utó­pico.» De alguna mane­ra esta idea está todo el tiempo debajo de lo que estás contando, ¿no?

CL  Sí, mira, lo que tienen de peligroso las utopías es esto precisamente, que ter­minen coreografiando la felicidad, ¿com­prendes? En un caso más concre­to, y además muchísimo más terrible y pe­ligroso, los Estados Unidos: los Esta­dos Unidos son la realización de una uto­pía, en la cual los peregrinos, los que lle­garon, intentaron crear la nación ideal, alejada totalmente de la historia, etc., y reconsideraron otra vez todo ese pro­ceso. Lo cual, en mi opi­nión, en gran me­dida lograron al prin­ci­pio y lograron crear la constitución más sabia que ja­más se ha escrito, lo que se llama The Bill of Rights. Ahora bien, eso que pasó así y que era bueno, al principio fun­cio­nó, dentro desde lue­go de las limitacio­nes, porque estaba tam­bién la esclavi­tud por el medio, pero viene entonces el capitalismo ameri­cano y después de eso la fase imperia­lista. En eso Marx no se equivocó, siem­pre hubo esa fase fi­nal. Eso que co­menzó siendo una uto­pía, a un nivel re­la­ti­va­mente pequeño, se convirtió en una imposición de la feli­cidad. Los Estados Unidos estiman que son el país destinado para imponer lo que ellos creen que es la felicidad y por eso crean toda una inmensa coreo­gra­fía alre­dedor de eso, que se expresa muy bien en la televisión, en la radio, en el cine.

 

También el sustrato de esto hay que bus­carlo en la religión, en el aspecto me­siánico de la religión.

Claro, el aspecto mesiánico que tenían in­culcado desde el principio. Se fun­da­ron los tres estados al extremo, inclus­ive, de que el método oratorio de hacer los sermones es lo que influye de­cisi­va­mente en la gran literatura nor­teamericana: en Hawthorne, en Mel­vi­lle, hasta Faulkner y Miller. Es decir hay un énfasis mesiánico donde, detrás de to­da esa literatura —que es, por lo de­más, muy buena— se nota el eco de es­tos predicadores americanos. Que to­­davía andan predicando. Todo eso tra­ta de crear una forma, la forma en que los americanos ven las cosas, la fe­­licidad perfecta al modo de vida que ellos entienden que es la felicidad. Y ahí que imperialísticamente, con el po­der que tienen, traten de imponerla en el resto del mundo. Para ellos, la demo­cra­cia es la democracia americana, y el país más democrático del mundo, los Estados Unidos —cosa que no es así. Se puede señalar que Dinamarca o Sue­cia son mucho más democráticas que los Estados Unidos, donde las li­ber­tades públicas no son solamente li­ber­tades de expresión sino libertades so­ciales, acceso a la medicina, a la edu­cación, una serie de cosas que en los Estados Unidos no existen. Lo que quie­ro decirte es la cosa degenerativa de la cosa utópica, y es que si tú lees des­de Campanella a Fourier, existe el deseo de controlar esa felicidad. Es un poco como esos barcos que son crui­sing y a la mañana te levantas y tocan una campanita y hoy a jugar tenis y todo el mundo va a jugar, y a las dos y quin­ce ver la película… Una especie de gran viaje de recreo…

 

Y una gran irresponsabilidad en el fon­do: siempre es otro el que se hace cargo de indicar lo que hay que hacer.

Pero cuidado con que te escapes de esa nor­ma. No te olvides que en los Estados Uni­dos la norma es la si­guiente: la felici­dad se adquiere porque uno más uno, más dos, más cuatro, da ocho. Esa es la secuencia, pero si tú dices que no es ne­cesaria­men­te así, sino que cuatro más dos más uno… si le cambias el or­den de los factores, entonces sí que la co­sa se complica. Porque ellos estiman que ése es el orden.

 

No deja de ser un fundamentalis-mo… Carlos, esta entrevista va a sa-lir en un número de la revista donde va a haber una zona dedicada al pro­yecto Diáspora(s), así que los te-mas se van tocando. ¿Cómo es tu re­lación con Diáspora(s) y qué te pa­rece ahora desde cierta perspec-tiva temporal?

Hice ahora una pequeña reseña en la cual estimo que la recopilación sobre Diás­pora(s) publicada en México (Al­dus) es la mejor antología de poesía cu­bana que ha salido recientemente, y es por lo siguiente. Cuando estuve en La Habana en el 94-95, me vinculé es­trechamente con esta gente, me di cuen­ta que el discurso de ellos ya no te­nía nada que ver ni con el discurso ofi­cial ni con el discurso origenista que se estaba intercalando o tratándose de in­corporar al discurso oficial. Una vez que se cayó, se desplomó el marxismo ofi­cial —que era por lo demás de una po­­breza que no hay medida para ha­blar de eso—, al gobierno cubano, o sea a los jerarcas de la cultura, no les que­dó otro remedio que re­con­siderar el pasado cubano bajo otra mi­rada. Que hasta ese momento había sido in­ter­pretado bajo una mirada mar­xista. Una mirada marxista bastante es­tre­cha, por otra parte. Reconsideran todo ese pasado como un proceso de ahon­da­miento de lo que es la imagen de Cuba. Eso se vincula con los es­fuerzos que hacen Cintio Vitier y Fina García Ma­rruz y los demás origenistas que están en Cuba, pero sobre todo Vi­tier, de enganchar ahí, a ese carro, a Oríge­nes, incluyendo a Lezama como es na­tu­ral, vía José Martí, sobre todo, para crear un conjunto nacional que justifi­ca­se en cierta medida, o en gran medi­da, todo el proceso revo­lucionario, fren­te al imperialismo nor­teamericano. Na­tu­ral­mente, para eso tu­vie­ron que for­zar la realidad. Si Leza­ma había es­cri­to en uno de esos edi­toriales peque­ños que él escribía para Orígenes que «ha­bía que caminar por co­tos de ma­yor realeza», eso es inter­pretado por los Vitier como que los co­tos de mayor rea­leza eran la Revolu­ción. Y que esa pro­fecía de Lezama se había cumplido ya. Y así sucesiva­mente. Ante ese ex­ce­so de nacionalis­mo, de mala inter­pre­tación de Lezama y de lo que sig­-n­i­fi­có Orígenes, estos muchachos fue­ron más o menos reac­cionando y fue­ron separándose del dis­curso oficial para incorporar todo lo que pudieran de lo que viniese de fue­ra, que era la te­sis posmodernista y todo ese mundo de poesía y de teoría filosófica que ya no tenía nada que ver con lo anterior. Ya había polémicas so­bre el posmo-der­nismo con Cintio Vitier y con otra gen­te. Estos mucha­chos, poetas casi todos, aunque toda­vía publicaban en las revistas oficiales porque no había otro lugar para pu­blicar, se mantenían bas­tante al mar­gen. Cuando los cono­cí, pude consta­tar que no eran tan bien vis­tos por la oficialidad cubana. Los to­le­raban, pero no eran bien vistos. O sea, los vigilaban. Publicaban, sí, es cier­to que publicaban, porque había den­tro también de la jerarquía cultural cu­bana toda suerte de matices y algu­nos eran más progresistas que otros. Pero ninguno de ellos se sentía a gusto con este proceso. Cuando apa­rece Diás­po­ra(s), ya habían «descu­bier­to» la obra de Lorenzo García Ve­ga, por­que se había vendido —en realidad ellos se ro­baron todos los li­bros que apa­­recieron— en una fe­ria del libro que hubo: Los años de Orí­ge­nes y Los ros­­tros del reverso circularon entre es­ta gente. Eso impactó, porque vieron ese otro rostro del reverso, es decir de Orí­genes. Y se entusiasmaron enor­me­­men­te con Lorenzo. Al mismo tiem­po, antes de haber ido a Cuba me ha­bía carteado mucho con Carmen Paula Bermúdez, que es la esposa de Car­los Aguilera, y Carmita y yo hicimos muy buena liga, porque a ella le gus­ta­ban ciertos pintores cubanos que a mí me gustaban y de los que ya había or­­ganizado exposiciones en Miami. Tam­bién Víctor Fowler, que es un poeta y crítico de literatura, que había cono­cido en Miami, se hizo muy amigo nues­tro. La noche que llegué, Carmita es­taba dando una conferencia sobre Pon­ce, que me la había dedicado, y del aeropuerto prácticamente, dejé las ma­­letas en el hotel y fuimos a la con­fe­­rencia. Ahí me reuní con este grupo de gente, fuimos a comer, etc. Y todos los días me venían a buscar, nos to­má­­bamos una serie de tragos, y ellos se fueron abriendo en cuanto a la Re­vo­lución. Me dijeron que aquello era sen­cillamente una mierda. Yo estaba eri­zado porque no sabía hasta qué pun­­to podía hablar en Cuba. Me había ido de una Cuba bastante opresiva. Pero me di cuenta que no, que ya ha­bía un nivel de oposición y de crítica bas­tante grande.

 

Además se trata de gente cuyo pe­ríodo vital abarca todo el período de la Revolución.

Muchos de ellos nacieron con la Revo­lución andando. La gran laguna de ellos eran dos cosas: la laguna de los vei­nte primeros años de la Revolución apro­ximadamente, y la década de los 50 que es vital para conocer este pro­ce­­so. Y eso era lo que nosotros aportá­ba­mos. Así como confiaron en mí o en Lo­renzo, no confiaban en mucha gente para que les hablase de esa década. Tra­tamos de llenar ese vacío. Claro, todas las interpretaciones que tenían de la década y todas las cosas que se decían eran encontradas las unas con las otras. Yo sí les dije, y como sigo sos­teniendo, que Fidel Castro es el hijo pró­digo de la década de los 50. O sea la década de la guapería, de la charla­ta­nería, de la falta de respeto a lo que es la cultura. Ahora, que de ese proce­so saliera un político como él, que sin duda es un animal político, y que se hi­­cieran las cosas que se hicieron, ya eso es otra cosa. Pero básicamente su ni­­vel mental, cultural y todo, está a la par de muchísima gente de esa gene­ra­ción que se fueron de Cuba y que están hoy día contra él. Pero los pares de él, adonde él estaba bien, son de esa década: Cabrera Infante, toda una se­rie de gente como ésa. Ése es su ele­­mento. O sea que la Revolución, apar­te del proceso nacionalista o como quie­ran llamarle, lleva el lastre fundamental de haber sido creada por gente de esa generación, que la vemos tanto todavía actuando y que ha creado un exi­lio de porquería. Todas esas con­ver­saciones las tuvimos y claro, cayó ló­gicamente el tema de Lezama. Sobre to­do porque ellos conocían también las car­tas que Lezama me había enviado. En el 95 regresé y ellos ya estaban ha­ciendo Diáspora(s). Comenzaron en­vian­do hojas sueltas que yo copiaba, las encuadernaba, amigos míos paga­ban parte y todas esas hojas sueltas las pasaba a un americano que vive en New York y él hacía lo mismo. Y des­pués se reenviaban copias para Cuba. A París le enviaba a una pintora, Gina Pe­­llon, y ella hacía su repartición. Has­ta que ellos empataron, creo, con unos es­pañoles que les dieron dinero y les ayu­daron también a encuadernar la re­vis­ta dentro de Cuba. Y así fue, contri­buí en dos o tres números. Como uste­des verán, el discurso de la revista, a me­­dida que fueron pasando los nú­me­ros, se fue radicalizando más. Fue un dis­­curso opuesto a todo lo que tuviese que ver con una mirada patriótica. Ade­más oponiéndose a la gestión de Cin­tio. Entonces Cintio crea la revista La is­la infinita, que es una revista ridícula que intenta de nuevo recuperar toda esa cosa origenista. Ellos se oponen to­­­talmente a eso. Los que se han que­dado en Cuba y los que se fueron.

 

Se diasporizó concretamente.

Exac­tamente. A mí el nombre de Diás­po­ra(s) nunca me gustó, pero bueno, tú sabes, eso fue una especie de me­tá­­fora que ellos crearon en torno a ese nombre.

 

Lo inquietante sigue siendo ese plural entre paréntesis.

Sí. Todo esto ha traído una voz nueva, que es resentida tanto en Cuba como fue­­ra de Cuba. Porque todos esos poe­tas que habitan Miami y todavía con­se­r­van una voz neorilkeana, re­sien­ten en el fondo este tipo de no­ve­dad. Re­sien­­ten la novedad de Lorenzo García Ve­ga cada vez más. No he teni­do re­la­ción con ninguno de esos poe­tas, pero por equivocación hace poco fui a una reu­­nión donde ellos estaban, en el Cen­tro Cultural Español, y toda­vía estaban ha­blando de «la experien­cia del exilio». Me levanté y me fui, por­que realmente: qué experiencia ni qué exi­lio. Llevamos 40 años; de los 600.000 cubanos que hay en Miami, por lo menos la mitad ya ha reingresa­do a Cuba, incluyéndome a mí. Si tú eras un exiliado que te lla­ma­­bas polí­tico, una vez que pudiste re­gre­­sar y vol­viste a sa­lir, ya eres un emi­gra­­do. De manera que hemos cesado de ser exiliados.

 

 

 

[marzo 2003 en buenos aires]

 

 

Publicado anteriormente en revista tsétsé #13, Buenos Aires, octubre 2003.


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Light and Dust Anthology of Poetry

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