CARLOS M. LUIS …Ahora
venía por el Jardín Japonés, y había un letrero con unas letras enormes que
decían «Orígenes»…
Sí, sí, es una empresa de
seguros jubilatorios, siempre me llamó la atención la coincidencia… Pero, antes
de conocer a Lezama y a Orígenes, ¿cuál era tu aproximación a la poesía,
a la literatura?
CL Bueno, el surrealismo.
Mi primer gran encuentro —el que recuerdo más— fue en una feria del libro, en
La Habana, y ese día me encontré con dos cosas. Una, un libro sobre el surrealismo
de un autor español que se llama Cirici-Pellicer, y era un libro que tenía
que ver más bien con la pintura. Y tenía magníficas reproducciones, me acuerdo
que de Tanguy, de De Chirico, de Max Ernst, de Chagall y de Dalí. Además,
había un folleto en otro estante de libros, que tenía Del socialismo
utópico al científico de Engels. Y a esos dos libritos me los llevé a casa.
Y ahí recuerdo perfectamente bien que me dio una especie de fiebre. Porque, en
primer lugar, tanto en la parte utópica del socialismo como en la parte,
digamos, onírica del surrealismo, encontré un paralelo. Posteriormente,
leyendo ya años después a Breton, me di cuenta que él también había buscado
ese tipo de cosas. Y para mí fue realmente un descubrimiento, porque de
muchacho nunca me interesé en seguir ningún tipo de canon ni enseñanza
específica —«tienes que leerte esta cosa» o demás—, sino que más bien fui
lector de cuentos de hadas, cosas de ese estilo. Y además la música. Siempre
estuvo la música presente. Porque ya en esa época, había descubierto la música
contemporánea. Tenía un padrino, quien era un hombre muy musical y presidente
de la Sociedad de Conciertos, aunque muy conservador. Para él la música
terminaba, si acaso, en Debussy. Pero en una ocasión llegó Strawinsky a La
Habana. Y dirigió Petrushka y otras cosas más. Y ese día, habían dos cellistas
de la orquesta —uno de origen argentino, Adolfo Odnoposoff, cuyo hermano
también es violinista, y otro que se llamaba Xancó— y ambos conocían a
Strawinsky. Strawinsky, que era coleccionista de pintura, quería ir a ver a
algunos pintores cubanos y Xancó me dijo: «Oye, ¿quieres unirte a la
comitiva?». «Naturalmente…» Y entonces le llevé cosas a Strawinsky y
Strawinsky en un momento dado dijo —tenía la voz muy ronca— que para
conocer el pasado había que entender el presente. Y eso siempre se me quedó
grabado. Y entonces ese día, escuchando a Petrushka la modernidad se
me descubrió. Ah, y pocos días después, porque estas cosas siempre ocurren
así, por magia, ¿no?, se apareció un número especial de la revista Life,
donde tenían un gran artículo sobre el surrealismo. Y, entre otras, tenía
reproducciones de los collages de Max Ernst. Y esa fue la otra revelación.
¿Qué edad tenías?
Dieciséis, diecisiete años.
Ahora, todo esto provocó reacciones tremendas en mi familia, creían que estaba
loco porque a veces me gustaba «dirigir» orquestas, solo, en mi cuarto y…
en fin… me mandaron hasta a un analista, ¿no?, para ver qué le pasaba al muchacho.
Tú sabes, familia burguesa. Al extremo que, coincidiendo con eso, inmediatamente
mi familia decidió que antes de estudiar yo debía también trabajar. Toda mi
familia eran personas de negocios, pues entonces yo debería hacer lo mismo. Es
decir, estar, meterme en eso. Y me metieron en un laboratorio que se
llamaba Sterling Drug Company, que es gigantesco, que es el que hace la
aspirina Bayer y toda una serie de cosas, y un tío mío era su apoderado general
para el Caribe. Entonces tuve que trabajar ahí. Resultado: organicé un
sindicato. Para mayor escándalo familiar todavía, me uní a los grupos
comunistas. Ahí coincide, en ese momento, mi conocimiento con Lezama. O sea
que con este bagaje que te estoy diciendo, que no es nada origenista como tú
podrás determinar —en cuanto al origenismo tradicional. Yo ya sabía de la
existencia de Lezama y había conocido a Roberto Fernández Retamar. Retamar
en ese momento era muy hermoso y todas las mujeres caían de rodillas ante
este personaje que tenía un tipo muy romántico, etc. Yo no sé por qué,
siempre me pareció un miserable, pero bueno, trabamos ese tipo de relación ,
¿no? Y fue él quien me presentó a Lezama, aunque el día convenido para darme
cita con Lezama, Retamar no acudió. El caso fue que eso me condujo a casa de
Lezama.
En un día muy particular,
¿no?, porque concurrieron varias cosas ese día…
Fue el día en que conocí a
Lorenzo García Vega, porque Lezama siempre hablaba de «los jóvenes con
inquie-tudes» y para él yo era un joven con inquietudes. Él no tenía la menor
idea de quién yo era, pero fue generoso para recibirme, porque a veces se negaba
a recibir gente. Pero llamó a Lorenzo seguramente para que lo acompañara, me
imagino que era natural, para no verse solo conmigo. Y me recibió. Él tenía un
ceremonial muy especial, es decir, a la gente con quien no tenía confianza la
recibía en la sala de la casa. A medida que iba adquiriendo confianza, nos iba
invitando dentro de la casa, a su habitación de trabajo. Era un especie de rito
de iniciación. Hasta el centro del palacio del rey, como está en los textos
eso-téricos. Pero en este caso, bueno, me recibió ahí, y estaba Lorenzo, con
una mirada muy huraña. Con sus profundos ojos azules miraba y no profería
palabra, porque Lorenzo siempre… Pero Lezama tenía la cos-tumbre, como solía
decir, de echar a volar los balones de colores y era para decir lo que se le
ocurría. Y entonces comenzó a hablar de los dos catolicismos. Si yo sabía que
había dos catolicismos: uno de carácter paulino y otro de carácter petrino, o
sea que venía de San Pedro. Me quedé pasmado: yo que voy a saber nada de eso.
No me acuerdo ahora qué fue lo que le dije ni mucho menos, pero esa
conversación después derivó a Paul Klee y Mondrian. Y eso me embulló un poco
más y hablamos, y bueno, al dar él por finito la visita, salimos con Lorenzo.
Fuimos a caminar, nos tomamos una cerveza, nos montamos en un tranvía y ahí estaba
Martha, que ya era novia mía en ese momento, en el tranvía ése. Se convirtió
en El Tranvía Llamado Deseo, ese viaje entre Martha, Lorenzo y yo. Entonces
amisté con Lorenzo. Nos caímos bien y además los dos tomábamos y ahí hubo
empate. Y después, lo que pasó fue lo siguiente: que yo no tenía ningún interés
en dejar que ese encuentro terminase ahí. Yo sabía que Lezama… Antes había las
reuniones con Lezama en un café que se llamaba «Lluvia de oro», fijate tú,
es un nombre alquimista… Enfrente había una librería que se llamaba «La Victoria»,
que después cerró. Entonces Lezama se mudó para otro café, en una calle
paralela. Eran las calles de las librerías, la calle Obispo y la calle
O’Reilly. Casi todas las librerías estaban ahí, en La Habana vieja. Yo sabía
que él los jueves iba a comprar libros y entonces se sentaba solo, por lo
general en este café nuevo que se llamaba «Reboredo», de un español que tenía
el mismo nombre. Dije, es la mía, si paso por ahí y si él me ve y me dice
«Venga, muchacho…» y si no tiene interés ninguno, pues no va a decir nada.
Ocurrió que sí me dijo «Venga muchacho, siéntese acá.» Ahí empezó la cosa.
Después los sábados, porque los sábados ya venía más gente a reunirse en el
café. Y Lezama presidía, como es natural.
¿Se establecía tácitamente
eso, con su sola presencia?
La presencia estaba ahí. Con su
cerveza, y las cosas que el gallego aquel le cocinaba. El gallego tenía la
intuición de que era un gran hombre, casi no sabía leer y entonces le decía
«Dotor, dotor…». Y poco a poco Lezama me fue cobrando afecto, me imagino, tiene
que haber sido porque si no, no… Y entonces él era que me llamaba un día por
teléfono y él sabía que me interesaba el surrealismo y todo eso y que conmigo
no iba a ir muy lejos en cuestiones de Marcel Proust… Y me empezaba a
recomendar libros y yo le descubría libros de teología que a él le encantaban.
Empezaron a surgir encuentros a ese nivel, ¿ves? Él me decía que había que
leerse las obras de Lerner-Holbenia, que nadie leía —nadie más que Lezama—,
que era un autor rarísimo, austríaco, y había que leerse a Tomas Hardy y aquí
y allá, y yo por otro lado le descubría también obras raras, porque era un
ratón de bibliotecas y de librerías y de cuanta cosa había. Entonces fue
Lezama el que presidió todo el proceso poético después.
Encontré tu poema en Orígenes,
hice un trabajo arqueológico…
¡Qué horror! Es un poema infame…
dime...
No, no… Hay unos versos que te
quería leer. Dice en un momento: «Como un cazador me exhortas y contemplo
la arena el castillo y la flor que dejas a tu paso. Pero yo continúo. ¡Oh cazador!
El otro es transparente.» ¿A qué te suena, hoy?
Bueno, pasó lo siguiente. Yo
siempre funcionaba en tres dimensiones, nunca en una. Estas tres dimensiones
son difíciles de conciliar, pero creo que existen simultáneamente. Una es
la sobrenatural, donde uno lidia como puede con la fe. Y para mí todo es fe. O
sea tú puedes tener fe para decir que Dios existe y tienes que tener también
fe para decir que Dios no existe. Porque no hay comprobación ninguna,
entonces todo es problema de fe, en el fondo. Ése sería el orden trascendental
de las cosas, ¿no? Después existe ya el otro, el orden de lo maravilloso. O
sea el orden éste, cuando nos movemos en torno a la poesía, todo este mundo
nuestro de cada uno de nosotros, alquimia, lo que le dé la gana a uno. Y los
instrumentos que uno utiliza para ir descubriendo lo maravilloso. Y después el
orden de lo social, o sea donde uno también tiene que actuar día a día, o lo
cotidiano, como tú le quieras llamar. Y ahí cada uno de nosotros tiene también
sus ideas. Fui por mucho tiempo, y sigo siendo en gran medida, inclinado hacia
el socialismo, pero en aquella época era mucho más radical. Y ese poema era un
momento mío en que estaba lidiando con todo ese aspecto de lo trascendental.
Escribí
varios libritos que publiqué en Cuba, pero el primero se publicó en México, con
unos dibujos de Jorge Camacho, que se llamaba Los años los días, que
eran unos poemas la mayor parte eluardianos —por Paul Eluard—, y donde el
único verso que me acuerdo y me interesa, porque fue una divisa mía, es el que
decía: Hay que buscar la vida dondequiera que esté. Y ésa sigue siendo
mi divisa. (Aunque le temo a la muerte, la muerte es Jorge Camacho me dice
que había una magnífica casa, que había que ir, y a mí siempre todo ese mundo
me interesó. Lo conocí muy bien. Además porque los negocios de mi familia
tenían que ver con hoteles y turismo y entonces por las noches los choferes
que llevaban a los turistas me llevaban a todos esos lugares. El caso es que
ésta era una casa donde te daban fotografías y tú escogías, como un menú. Era
una casita con soportales y todo. Llegamos y salía, en ese momento, una niña
que no tendría más de trece años. Me acuerdo de sus profundos ojos azules, muy
bella, y que formaba parte del plantel. La niña en cuestión era virgen, ella
nada más se dedicaba a dejarse acariciar por gente mayor, pero vivía con una
mujer que era la que la dominaba. Se llamaba Rosita. En eso coincide José
Luis. Entonces la conoce. Y José Luis cae prendado de la niña. Y hay una fiesta,
en lo de esta mujer adonde vamos José Luis, Jorge Camacho y yo, una fiesta que
es indescriptible. Y pasan los años, los años, y me voy a vivir a Nueva York
y José Luis está en Nueva York, y esa noche íbamos a comer en casa de Julián
Orbón, y paso por una exposición que tenían de su obra. Me veo que toda la
exposición era un homenaje a Rosita. Te estoy hablando de veinte años después
o quizá más. Le pregunté a José Luis: «¿Acá está Rosita?» «La misma. Nunca se
me ha olvidado.»
¿Las ediciones en México quién
las hacía?
Ésa la hizo Jorge Camacho. Pero a
Jorge, que en ese momento también era muy de izquierda, no se le ocurrió nada
mejor —y esto era en el tiempo de Batista, en Cuba—, cuando llegó de México,
que venir con el paquete de los libros: adentro tenía literatura maoísta. Los
aduaneros abrieron aquello y entonces lo detuvieron. Menos mal que el padre
de Jorge era un hombre muy poderoso en la política y, como todas las cosas
nuestras, eso se arreglaba y hubo que llamar a un ministro y no sé qué, el
caso es que se devolvieron los libros. Fue mi primera aventura. El libro le
gustó a Lezama. No porque me lo dijera, él nunca me dijo nada, sino porque el
librero adonde yo compraba libros me dijo, se lo dijo al librero. Hasta que
llegué a Nueva York y ahí publiqué un par de cosas más. Pero de todo eso mío
no quiero ni acordarme.
Vos participaste, cuando
fuiste a New York, de una revista llamada New Politics. ¿Qué era ese
proyecto?
Cuando llegué a New York, llegué
todavía con ímpetus socialistas. Además tenía la idea o la teoría…
Año 61…
Era el 62. Yo salí el 31 de
diciembre del 61 de Cuba. Pero me jodía la idea, la cosa, de que yo había
traicionado a Cuba de alguna manera. Porque esa es la atmósfera que se había
creado: el imperialismo, que era el enemigo…
Irse era traición en ese
contexto.
Exacto. Y además porque Martha había
ido a Miami con los muchachos y me fui a New York. Ahí encontré trabajo en
una librería, en la «Doubleday». Y pasean-do un día por la calle 42, en un estante
de revistas encontré una que se llamaba New Politics, adonde había
cuatro artículos sobre Cuba. La compré y eran cuatro ensayos desde el punto de
vista del socialismo, pero una crítica profunda a lo que había pasado en
Cuba. Y bastante negativa con respecto a la personalidad de Fidel Castro.
Aquello me gustó: podía haber un socialismo y a la vez un socialismo disidente
del otro. Les escribí una nota. Y me recibieron; era un grupo muy interesante,
porque era el resto de todo un grupo, casi todos judíos, si no todos, que
había estado ligado a los movimientos trotskistas durante la guerra, y habían
hecho otras revistas y cosas, aunque ya estaban en una posición más disidente.
Y habían organizado esta revista que antes se llamaba Politics y ya se
llamó New Politics. Y ahí se reunía gente que había estado ligada a la
revolución rusa; ahí vi a Kerensky, gente así. Y me pasaron cosas increíbles,
porque esta gente no sólo me pidió que escribiera, cosa que hice, sino que
Teodoro Draper, que era un hombre muy experimentado en la Guerra Civil Española
y Cuba, me recibió en su casa, tenía una biblioteca extraordinaria. Empecé a
conocer la gente más increíble del mundo, elementos trots-kistas. Un día
ellos mismos me dicen: «Ve a tal lugar que te van a dar dine-ro.» A mí me hacía
falta el dinero, entonces voy a la calle 23, allí en New York, y a un quinto
piso, una cosa así, un edificio muy vetusto. Me reciben en esa oficina y había,
cuan grande era la pared, una fotografía de Lenin y otra de Trotski. Fijate tú,
yo salido de Cuba me encuentro con aquella cosa de Lenin. Y salieron unas
señoras ahí, ra-rísimas, y me dieron 100 dólares. Con mis 100 dólares en el
bolsillo, me fui. Murió la viuda de Trotski al poco tiempo y se hizo un lindo
homenaje, de 300 copias, a ella, Natalia Sedova. Un buen día, yo no sé cómo
demonios, tocan a la puerta de mi apartamento y aparece una rusa —para mí que
era rusa porque era una mujer gigantesca—, era pleno invierno y me dice: «Aquí
tiene usted una de las copias del homenaje», como si hubiese sido trotskista o
algo por el estilo. Te digo esto porque entonces toda esa gente me metieron a
hablar en clubs socialistas y todo fue pagado, y me ayudaron muchísimo.
Fueron gente realmente muy abierta conmigo, al extremo de que cuando yo les
dije «Estoy esperando que mi esposa venga», dijeron «Les vamos a conseguir
un apartamento gratis porque tal profesor se va para Alemania de año
sabático.»
Entraste en una trama de
solidaridad.
Bueno, tú sabes que aquello es
puro barrio judío tradicional. Y yo metido en el medio de ésa… Me invitaban a
veces a comer unas cosas, unos pescados que me sabían a rayo, pero, bueno,
tú sabes, así fue. Fueron realmente de una gran generosidad. Lo que nunca se
me olvidará, porque es el tipo de cosas que la gente hace sin necesidad
ninguna de hacerlas. Así pude conocer gente muy interesante, gente que había
estado ligada inclusive con Breton, de la época en que Breton había estado en
New York. Lionel Abel, por ejemplo, era un hombre muy ligado a esa gente.
Nicolas Calas, que tenía varios libros publicados por los surrealistas, un tipo
simpatiquísimo, que tenía una gran colección de pintura surrealista en su
casa. Todo ese elemento estaban ligados unos con otros. Siempre peleándose,
teóricamente, qué sé yo, si Trotsky dijo tal cosa, no Lenin lo dijo,
boberías que a mí me aburrían. Pero, estábamos en ese asunto. Luego, claro, me
pongo a trabajar, ya me suben de sueldo y toda una serie de cosas y viene
todo el proceso de la década de los 60 hasta los 70, que es toda la revolución
aquella. Que me pareció muy bien, pero entonces empezó a aparecer una serie
de gente hablando del «experimento cubano», del Che Guevara y esto y lo otro,
gente ésta ya un poco más de salón, con un gran whisky en la mano. Eso sí que
me emberrichinó. Uno reacciona frente a ese tipo de cosas. Y entonces tuve
un período en el cual ya renegué de todo. No que me convirtiera en una
persona de derecha, pero sí ya me cansaba esa gente. Para entonces Julián
Orbón ya se había mudado para New York y se arma una atmósfera muy
pro-origenista de nuevo.
De esa época es la
correspondencia de Lezama contigo que aparece en el libro de Eloísa Lezama
Lima.
Seguramente, sí. Entonces se
vuelve a revivir un poco en mí ese espíritu origenista. Julián se decía muy
católico, aunque de un catolicismo muy estético, pero bueno… Era un gran
conocedor del canto gregoriano. Había una iglesia cerca de donde él vivía,
donde la misa era gregoriana. Pero podríamos seguir con otra pregunta...
Estaba buena la relación.
Julián Orbón es alguien de quien no se habla mucho…
Sí. Julián iba a ser el Richard
Wagner del origenismo. El que iba a poner a Orígenes en órbita, porque
era un genio. Porque sobre todo los Vitier, que tenían lo que San Ignacio de
Loyola llamaba indiscreto fervor, eran demasiado fervorosos, lo
tenían subido a un gran altar. Y además Julián tenía, el pobre, un ego que no
cabría en Buenos Aires. Pero a su vez era un hombre muy simpático, muy
inteligente, de una memoria fabulosa y sabía coordinar ideas y todo eso. Y en
fin, que podía llegarte a convencer, gracias a su trato que era afable, en el
sentido en que le encantaba invitarte a comer a su casa. Él prácticamente no
salía. Era una vida muy rara, porque era un neurótico clásico, y se enredó
con una amiga nuestra venezolana, y eso fue también una aventura amorosa que,
como todas las cosas de Julián, estaba llena de histerias, de problemas. Julián
entonces empieza a traer a colación todo el elemento católico francés —Leon
Bloy, Maritain, en fin, todos esos escritores que en su mayoría nunca me
gustaron. Claudel considero que es un poeta y no se le puede quitar eso pero a
mí me aburre un poco, tú sabes, ese exceso: el órgano… Era una especie de
catedral. Ahí caí yo en esa órbita de nuevo. Hasta que llega Lorenzo, ya es el
otro proceso. Y mientras tanto regreso a París. Me había peleado con Camacho,
porque Camacho me había echado en cara que había traicionado a la Revolución.
Camacho desde París era más revolucionario que nadie —y ahora es más contrarrevolucionario
que nadie. Se había peleado conmigo, pero vino la crisis del 67-68 en Praga,
los surrealistas rompieron con la Revolución; él, en consecuencia, rompió y
me mandó un recado con la mujer de Matta. Y en fin, regresé otra vez a París y
estuve yendo varias veces al año y entonces ya vino la reunión con el grupo
surrealista y mi participación otra vez con esa gente.
¿Quiénes eran ellos?
En aquel momento, André Breton había
muerto. Y todo el mundo vivía bajo la influencia de su presencia, de manera
que la gente hablaba con cuidado lo que decía: si le hubiese gustado a André o
no. Pero yo llegué en el momento en que, como estábamos en el proceso del 67,
la utopía había vuelto a florecer. El grupo había seguido la lí-nea de Breton,
que había roto con el marxismo tradicional y se había incorporado a las
teorías de Fourier y todo eso. Cuando llegué, el primer mes conocí sobre todo
a Vincent Bounure, que era un teórico y había hecho un libro junto con Jorge
Camacho y había escrito un tratado muy interesante —aún lo tengo— sobre el
simbolismo alquímico.
También he visto, si no me
equivoco, un libro suyo sobre arte aborigen de Nueva Guinea.
Un hermoso libro. Porque él era
etnólogo. Bounure hizo también La Civilization surrealiste, que es
una especie de compendio, de estudio de distintos momentos del surrealismo.
La mujer, Jacqueline creo que se llamaba, tenía una colección extraordinaria,
aparte de la biblioteca, de pintores surrealistas. Entre ellos, pintores
locos, como Joseph Crepin. Por lo menos seis o siete cuadros de Crepin, que
era un loco que escuchó una voz que le dijo: «Nada más vas a pintar
trescientos y tantos cuadros y al final vas a morir.» Y así pasó. Vincent era
además bastante dogmático, pero cuando llegué empecé a hablar de la utopía.
(Los franceses, tú sabes, son teóricos por excelencia, que inmediatamente
que les empiezas a hablar, se engolan. Son muy teatrales, son todos Racine y a
mí encantan, me caen bien, siempre me han caído bien: si el afrancesado soy yo,
no era nada españolizado, como los demás miembros de Orígenes.) Él
estaba editando los Bulletins de liasons surrealistes con Terrosian, un
pintor que vivía al lado de Jorge, muy amigo mío. También estaba Michel
Zimbacca, un poeta que había hecho una película con Peret, que se llama La
invención del mundo. Estaba Jean Benoit, que era erotómano. Estaba Mimi
Parent, que es la mujer de Jean. Alain Joubert, poeta también; Nicole
Espagnol, la mujer de Alain. Muy simpática gente toda pero, como tú sabes,
teórica. El menor teórico en este caso es Jean Benoit, las obras de Jean son
muy difíciles porque son construcciones que él hacía a base de papier maché,
cosas de ésas y adentro de todas esas cosas él metía todo un mundo
fascinante… Hizo una obra que se llamaba «La danza de la muerte» y era una
especie de flores de loto, que estaban cubiertas con la piel de un coleóptero
que brilla mucho. Trajo cientos de coleópteros en unos sacos, y les sacaba la
piel, el piso estaba todo lleno de aquello, y entonces se las pegaba.
Adentro de cada flor de loto metió una figura danzante, hecha con huesitos y
cosas, figuras muy rituales.
Lo que me
ocurrió ese día en el estudio de Jean… Tengo un sueño recurrente durante
mi niñez —mi padre abandonó mi casa cuando yo tenía once años, no tengo la
menor idea de cómo era mi padre, se borró totalmente, nunca más lo vi por una
serie de cosas, y además mi familia recortó sistemáticamente todas las
fotografías. Había fotografías con la silueta recortada…
Ah, pero eso es algo que
aparece por ahí en tus collages.
Es muy probable que todas las siluetas
salgan de ahí. Porque exactamente yo tenía en mi familia esta locura. Y vivía
con mi madre, los hermanos de mi madre, tíos, tías, así que era el único y
todo el mundo estaba arriba de mí siempre. Y entonces, bueno, mi padre desaparece.
Y tuve un sueño recurrente en el cual yo estaba siempre recostado al
final de la habitación de la casa de mi padrino, un médico muy conocido en
Cuba, que era melómano, y entonces se aparecía una figura que yo la veía sin
rasgos de ninguna especie. Avanzaba hacia mí y a medida que iba avanzando
la veía como gris, y era como un inmenso cactus todo lleno de espinas. Sin
rostro. Se me acercaba, me miraba y salía. Y yo interpretaba que ése era mi
padre. En el sueño me daba terror, pero sabía que era mi padre. Ese sueño se repetía
y se repetía hasta que un buen día desapareció, no sé cuándo. Pero el día que
voy a visitar el estudio de Jean Benoit, me encuentro una foto de este tamaño
de una figura exactamente igual a la de mi sueño. Martha sabía, porque le
había contado del sueño, y quedamos pasmados. Y era una fotografía de un
chamán de Alaska.
Cuando dijiste que era como un
cactus, inmediatamente pensé en eso, en los «aliados» del chamán, personajes
de otra dimensión que alían los planos… Así que ése era el clima del taller de
Jean Benoit…
Jean era etnólogo. Iba mucho a
Nueva Guinea, a comprar máscaras y cosas para un coleccionista y además un dealer
de arte muy conocido. Pero también coleccionaba. Además Jean tenía unos
animales en su casa. Trajo uno de la selva del Brasil, le había hecho un
departamentico chiquito, con una especie de rejas de zoológico, El Misquillo
se llamaba. Un animal que dormía de día y salía de noche. Era como un roedor
de este tamaño, así, pero feroz. Lo que pasa que se dejaba acariciar por Jean,
pero a veces se escapaba y se metía en los departa- mentos de los franceses.
Me habías contado que
conociste a Michaux en circunstancias especiales.
Michaux fue el día en que en La
Car- toucherie, que es un lugar adonde antiguamente estaba la caballería
francesa, los establos, que está en un barrio de París. Todo eso lo convirtie-
ron en pequeños teatros, salas de exposiciones, cosas así, muy bonito. Y en
una de esas salas había un recital de la poesía de Michaux por hemiplégicos.
Estábamos allí los Camacho, nosotros, y Michaux también estaba. Y entonces
salían aquellos hemiplégi. cos a recitar a Michaux, figurate una cosa que…
Además coincidía mucho con el tipo de poesía que Michaux ha- cía, que es una
poesía a veces rota y desgarrada, y además repetitiva. La gente estaba que no
sabía qué hacer. Después que terminó aquel espec- táculo, nosotros estábamos
al lado de Michaux y todos lo miramos a él ¿no?, el Hombre Que Casi No Hablaba.
Dijo: «¡Quelle merveille!» O sea que le gustó aquello.
Michaux
hablaba español. El hombre tenía una mirada muy profunda. En una ocasión,
llegando a la finca de los Camacho, en Andalucía, se le fue a recoger al
aeropuerto de Sevilla y había que ir en auto hasta la finca. Ahí a la noche y
eso, sucedieron una serie de cosas por el medio del camino, unas aves que
pasaron, etc. Y cuando llegaron a la casa, se había metido dentro de la casa
una especie de ganso. Y Michaux se quedó muy callado y dijo: «Etonant arrivé».
Y para mí eso definía toda su poesía, la llegada maravillosa. Uno se
queda maravillado y además sacudido con su obra.
Lo relacionaba contigo porque
una de las vetas de tu escritura es la caligrafía, que dialoga con otras vetas
que desarrollás.
Sí, pero eso me empezó a
interesar mucho después, sobre todo a partir del estudio de la escritura de
Mark Tobey, que es un hombre que me ha influido mucho. Y ya también mi
amistad con Baruj Salinas, que es un pintor abstracto que está hace mucho en
todo este tipo de cosas.
Mirando los cuadernos que
tengo, que son algunos de los tantos que hiciste, ediciones artesanales, noto
permanentemente cómo conviven diversísimas formas y asedios, por decirlo
así, o «la interferencia» de distintos lenguajes, recíprocamente detonantes,
donde vos valorás la tachadura y la borradura como parte de la expresión.
Tú sabes, yo dejé de escribir
poesía hace veinte años. Porque a esto ya no lo llamo «poesía», lo llamo
«núcleos». Porque la palabra «poesía» está muy cargada todavía del siglo
XIX, aunque el romanticismo es una cosa que lo atrae a uno indiscutiblemente.
Pero hay detrás del romanticismo una seudorreligiosidad de la cual yo
quiero huir. Y además me interesa mucho más la palabra como objeto.
De alguna manera es quitarte
la piel origenista, también.
También. Y otra cosa es que el
lenguaje se ha convertido en un problema, porque vivimos encerrados como
unos autistas dentro de la palabra, no podemos expresar todo lo que
queremos. Por eso la música. Quisiera que la poesía tuviera la misma libertad
para expresarse que la música, y eso no es posible. Comencé la relectura de
una serie de autores que cuestionaban el lenguaje, no solamente Joyce,
Beckett. En Aix-en-Provence, se me ocurrieron estos pequeños textos de Núcleos.
Que todavía no tienen nada que ver con la rotura de la palabra ni mucho menos,
son sencillamente una pequeña mise en scene o pequeño teatrico de
cosas absurdas.
Son de
alguna manera guiones, partituras. A mí me llama mucho la atención éste que
es mi preferido en el libro, «Letanías del espacio»:
Espacio
roedor
Espacio
hablador
Espacio que
no quiere ser espacio
Espacio
frente a espejo
Espacio
desbordado
Espacio
ensimismado
Espacio cruel
Espacio
sumergido
Espacio
copiándose a sí mismo
Espacio
olvidado
Espacio
vuelto al revés
Espacio
inédito
Espacio
colgando de un hilo
Espacio que
sale corriendo
Espacio
escondido en baúl
Espacio
enredado en los sueños
Espacio que
consulta al reloj
Espacio antes
de nuestro nacimiento
Espacio que
viene después
…Tiene algo de koans enhebrados,
también es una indicación para la acción poética, para el desarrollo interior
del lector, pistas. No está resuelto como género-poesía, sino que es la
propuesta de la rumia...
Es una propuesta, por eso yo le
pongo mise en scene, una puesta en escena de las cosas. Y ahí hay
cositas yo diría hasta pueriles, ¿no?
Sí, pero concretas.
Fue curioso, porque caminaba con
Martha por el bosque en las afueras de Aix, un lugar maravilloso, que era un
antiguo hospital del siglo XVIII y está rodeado de cipreses... al lado está el
bosque y un río que tiene un pequeño torrente. No hay nada que me guste más que
un río o un pequeño lago. Sobre todo poder bordear un río, me encanta. Cuando
descubrí ese río, lleno de piedras. (Yo soy un pedrero, donde quiera que voy
me meto piedras en el bolsillo. Tengo piedras por todos lados. Es un poco totémico
mi caso.) El caso es que caminando por ahí llevaba una libreta, se me
empezaban a cubrir aspectos y aspectos, una cosa así. Una ebullición. Pero
todo eso coincide, otra vez, con la música de Webern, las cosas de Tobey y
otro pintor que me encanta que es Wols. Paul Klee también y el zen y el teatro
noh, toda esa gran mescolanza me parece que se reflejó en estos pequeños
textos —como te he dicho, algunos pueriles, reflejando lo que en ese momento
estaba tratando de juntar. Ya fue a partir de ahí que entonces vino la cosa de
la computadora y todo eso.
b
CL Con respecto a los
inmigrantes, primero cubanos y después del resto, en Miami, que combinan las
pala-bras… ¿Quieres que te diga lo siguien-te? Creo que el idioma es un ser
vi-viente. La gente se escandaliza por leer una palabra que está «mal dicha»
porque no está de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia Española.
Pues a mí eso me interesa tres pitos. Si la palabra suena bien, ¿por qué no?
Los portorriqueños, por ejemplo, a los latones de basura en New York les
llaman zafacón, a mí me gusta cómo suena esa palabra. Además nadie sabe si un
buen día pasa al diccionario. La gramática de la lengua española nace con
el Imperio; en 1492 Antonio de Nebrija escribe la Gramática de la Lengua
Española, en el mismo momento del «descubrimiento» y de la unidad española. Y
es ahí donde tratan de articular lo que es el idioma. Y se lo enseña a la
reina Isabel, y la reina: «¿Para qué sirve esto?», y Nebrija: «Majestad, éste
es el instrumento perfecto para hacer un imperio.» Y creo que sí, que es un
instrumento perfecto, no para hacer un imperio pero sí para hacer la poesía,
es decir para hacer todo dentro de los límites que impone la palabra. Y por eso
también hay que romperla un poco.
Esto liga con algo que decís
en el ensayo sobre Lezama que publicas-te en la revista Újule: «Lezama
por otra parte no llevó más lejos su idea de una nueva ética, idea que André
Breton también había elaborado en su momento, inspirado entre otras cosas por
la obra frenética del Marqués de Sade. Es interesante observar en este caso
cómo en la obra de Sade se despliega una coreografía erótica minuciosamente
organizada, al punto de crear esa rigidez formal que a la larga corroe todo
proyecto utópico.» De alguna manera esta idea está todo el tiempo debajo
de lo que estás contando, ¿no?
CL Sí, mira, lo que
tienen de peligroso las utopías es esto precisamente, que terminen
coreografiando la felicidad, ¿comprendes? En un caso más concreto, y además
muchísimo más terrible y peligroso, los Estados Unidos: los Estados Unidos
son la realización de una utopía, en la cual los peregrinos, los que llegaron,
intentaron crear la nación ideal, alejada totalmente de la historia, etc., y
reconsideraron otra vez todo ese proceso. Lo cual, en mi opinión, en gran medida
lograron al principio y lograron crear la constitución más sabia que jamás
se ha escrito, lo que se llama The Bill of Rights. Ahora bien, eso que
pasó así y que era bueno, al principio funcionó, dentro desde luego de las
limitaciones, porque estaba también la esclavitud por el medio, pero viene
entonces el capitalismo americano y después de eso la fase imperialista. En
eso Marx no se equivocó, siempre hubo esa fase final. Eso que comenzó siendo
una utopía, a un nivel relativamente pequeño, se convirtió en una
imposición de la felicidad. Los Estados Unidos estiman que son el país
destinado para imponer lo que ellos creen que es la felicidad y por eso crean
toda una inmensa coreografía alrededor de eso, que se expresa muy bien en la
televisión, en la radio, en el cine.
También el sustrato de esto
hay que buscarlo en la religión, en el aspecto mesiánico de la religión.
Claro, el aspecto mesiánico que
tenían inculcado desde el principio. Se fundaron los tres estados al
extremo, inclusive, de que el método oratorio de hacer los sermones es lo que
influye decisivamente en la gran literatura norteamericana: en Hawthorne,
en Melville, hasta Faulkner y Miller. Es decir hay un énfasis mesiánico
donde, detrás de toda esa literatura —que es, por lo demás, muy buena— se
nota el eco de estos predicadores americanos. Que todavía andan predicando.
Todo eso trata de crear una forma, la forma en que los americanos ven las
cosas, la felicidad perfecta al modo de vida que ellos entienden que es la
felicidad. Y ahí que imperialísticamente, con el poder que tienen, traten de
imponerla en el resto del mundo. Para ellos, la democracia es la democracia
americana, y el país más democrático del mundo, los Estados Unidos —cosa que no
es así. Se puede señalar que Dinamarca o Suecia son mucho más democráticas que
los Estados Unidos, donde las libertades públicas no son solamente libertades
de expresión sino libertades sociales, acceso a la medicina, a la educación,
una serie de cosas que en los Estados Unidos no existen. Lo que quiero decirte
es la cosa degenerativa de la cosa utópica, y es que si tú lees desde
Campanella a Fourier, existe el deseo de controlar esa felicidad. Es un poco
como esos barcos que son cruising y a la mañana te levantas y tocan una
campanita y hoy a jugar tenis y todo el mundo va a jugar, y a las dos y quince
ver la película… Una especie de gran viaje de recreo…
Y una gran irresponsabilidad
en el fondo: siempre es otro el que se hace cargo de indicar lo que hay que
hacer.
Pero cuidado con que te escapes
de esa norma. No te olvides que en los Estados Unidos la norma es la siguiente:
la felicidad se adquiere porque uno más uno, más dos, más cuatro, da ocho. Esa
es la secuencia, pero si tú dices que no es necesariamente así, sino que
cuatro más dos más uno… si le cambias el orden de los factores, entonces sí
que la cosa se complica. Porque ellos estiman que ése es el orden.
No deja de ser un
fundamentalis-mo… Carlos, esta entrevista va a sa-lir en un número de la
revista donde va a haber una zona dedicada al proyecto Diáspora(s), así
que los te-mas se van tocando. ¿Cómo es tu relación con Diáspora(s) y
qué te parece ahora desde cierta perspec-tiva temporal?
Hice ahora una pequeña reseña en
la cual estimo que la recopilación sobre Diáspora(s) publicada en
México (Aldus) es la mejor antología de poesía cubana que ha salido
recientemente, y es por lo siguiente. Cuando estuve en La Habana en el 94-95,
me vinculé estrechamente con esta gente, me di cuenta que el discurso de
ellos ya no tenía nada que ver ni con el discurso oficial ni con el discurso
origenista que se estaba intercalando o tratándose de incorporar al discurso
oficial. Una vez que se cayó, se desplomó el marxismo oficial —que era por lo
demás de una pobreza que no hay medida para hablar de eso—, al gobierno
cubano, o sea a los jerarcas de la cultura, no les quedó otro remedio que reconsiderar
el pasado cubano bajo otra mirada. Que hasta ese momento había sido interpretado
bajo una mirada marxista. Una mirada marxista bastante estrecha, por otra
parte. Reconsideran todo ese pasado como un proceso de ahondamiento de lo que
es la imagen de Cuba. Eso se vincula con los esfuerzos que hacen Cintio Vitier
y Fina García Marruz y los demás origenistas que están en Cuba, pero sobre
todo Vitier, de enganchar ahí, a ese carro, a Orígenes, incluyendo a
Lezama como es natural, vía José Martí, sobre todo, para crear un conjunto
nacional que justificase en cierta medida, o en gran medida, todo el proceso
revolucionario, frente al imperialismo norteamericano. Naturalmente, para
eso tuvieron que forzar la realidad. Si Lezama había escrito en uno de
esos editoriales pequeños que él escribía para Orígenes que «había
que caminar por cotos de mayor realeza», eso es interpretado por los Vitier
como que los cotos de mayor realeza eran la Revolución. Y que esa profecía
de Lezama se había cumplido ya. Y así sucesivamente. Ante ese exceso de
nacionalismo, de mala interpretación de Lezama y de lo que sig-nificó Orígenes,
estos muchachos fueron más o menos reaccionando y fueron separándose del discurso
oficial para incorporar todo lo que pudieran de lo que viniese de fuera, que
era la tesis posmodernista y todo ese mundo de poesía y de teoría filosófica que
ya no tenía nada que ver con lo anterior. Ya había polémicas sobre el
posmo-dernismo con Cintio Vitier y con otra gente. Estos muchachos, poetas
casi todos, aunque todavía publicaban en las revistas oficiales porque no
había otro lugar para publicar, se mantenían bastante al margen. Cuando los
conocí, pude constatar que no eran tan bien vistos por la oficialidad
cubana. Los toleraban, pero no eran bien vistos. O sea, los vigilaban.
Publicaban, sí, es cierto que publicaban, porque había dentro también de la
jerarquía cultural cubana toda suerte de matices y algunos eran más
progresistas que otros. Pero ninguno de ellos se sentía a gusto con este
proceso. Cuando aparece Diáspora(s), ya habían «descubierto» la
obra de Lorenzo García Vega, porque se había vendido —en realidad ellos se robaron
todos los libros que aparecieron— en una feria del libro que hubo: Los
años de Orígenes y Los rostros del reverso circularon entre esta
gente. Eso impactó, porque vieron ese otro rostro del reverso, es decir de Orígenes.
Y se entusiasmaron enormemente con Lorenzo. Al mismo tiempo, antes de
haber ido a Cuba me había carteado mucho con Carmen Paula Bermúdez, que es la
esposa de Carlos Aguilera, y Carmita y yo hicimos muy buena liga, porque a
ella le gustaban ciertos pintores cubanos que a mí me gustaban y de los que
ya había organizado exposiciones en Miami. También Víctor Fowler, que es un
poeta y crítico de literatura, que había conocido en Miami, se hizo muy amigo
nuestro. La noche que llegué, Carmita estaba dando una conferencia sobre Ponce,
que me la había dedicado, y del aeropuerto prácticamente, dejé las maletas en
el hotel y fuimos a la conferencia. Ahí me reuní con este grupo de gente,
fuimos a comer, etc. Y todos los días me venían a buscar, nos tomábamos una
serie de tragos, y ellos se fueron abriendo en cuanto a la Revolución. Me
dijeron que aquello era sencillamente una mierda. Yo estaba erizado porque no
sabía hasta qué punto podía hablar en Cuba. Me había ido de una Cuba bastante
opresiva. Pero me di cuenta que no, que ya había un nivel de oposición y de
crítica bastante grande.
Además se trata de gente cuyo
período vital abarca todo el período de la Revolución.
Muchos de ellos nacieron con la
Revolución andando. La gran laguna de ellos eran dos cosas: la laguna de los
veinte primeros años de la Revolución aproximadamente, y la década de los 50
que es vital para conocer este proceso. Y eso era lo que nosotros aportábamos.
Así como confiaron en mí o en Lorenzo, no confiaban en mucha gente para que
les hablase de esa década. Tratamos de llenar ese vacío. Claro, todas las
interpretaciones que tenían de la década y todas las cosas que se decían eran
encontradas las unas con las otras. Yo sí les dije, y como sigo sosteniendo,
que Fidel Castro es el hijo pródigo de la década de los 50. O sea la década de
la guapería, de la charlatanería, de la falta de respeto a lo que es la
cultura. Ahora, que de ese proceso saliera un político como él, que sin duda
es un animal político, y que se hicieran las cosas que se hicieron, ya eso es
otra cosa. Pero básicamente su nivel mental, cultural y todo, está a la par
de muchísima gente de esa generación que se fueron de Cuba y que están hoy
día contra él. Pero los pares de él, adonde él estaba bien, son de esa década:
Cabrera Infante, toda una serie de gente como ésa. Ése es su elemento. O sea
que la Revolución, aparte del proceso nacionalista o como quieran llamarle,
lleva el lastre fundamental de haber sido creada por gente de esa generación,
que la vemos tanto todavía actuando y que ha creado un exilio de porquería.
Todas esas conversaciones las tuvimos y claro, cayó lógicamente el tema de
Lezama. Sobre todo porque ellos conocían también las cartas que Lezama me
había enviado. En el 95 regresé y ellos ya estaban haciendo Diáspora(s).
Comenzaron enviando hojas sueltas que yo copiaba, las encuadernaba, amigos
míos pagaban parte y todas esas hojas sueltas las pasaba a un americano que vive
en New York y él hacía lo mismo. Y después se reenviaban copias para Cuba. A
París le enviaba a una pintora, Gina Pellon, y ella hacía su repartición. Hasta
que ellos empataron, creo, con unos españoles que les dieron dinero y les ayudaron
también a encuadernar la revista dentro de Cuba. Y así fue, contribuí en dos
o tres números. Como ustedes verán, el discurso de la revista, a medida que
fueron pasando los números, se fue radicalizando más. Fue un discurso
opuesto a todo lo que tuviese que ver con una mirada patriótica. Además
oponiéndose a la gestión de Cintio. Entonces Cintio crea la revista La isla
infinita, que es una revista ridícula que intenta de nuevo recuperar toda
esa cosa origenista. Ellos se oponen totalmente a eso. Los que se han quedado
en Cuba y los que se fueron.
Se diasporizó concretamente.
Exactamente. A mí el nombre de Diáspora(s)
nunca me gustó, pero bueno, tú sabes, eso fue una especie de metáfora que
ellos crearon en torno a ese nombre.
Lo inquietante sigue siendo
ese plural entre paréntesis.
Sí. Todo esto ha traído una voz
nueva, que es resentida tanto en Cuba como fuera de Cuba. Porque todos esos
poetas que habitan Miami y todavía conservan una voz neorilkeana, resienten
en el fondo este tipo de novedad. Resienten la novedad de Lorenzo García
Vega cada vez más. No he tenido relación con ninguno de esos poetas, pero
por equivocación hace poco fui a una reunión donde ellos estaban, en el Centro
Cultural Español, y todavía estaban hablando de «la experiencia del exilio».
Me levanté y me fui, porque realmente: qué experiencia ni qué exilio.
Llevamos 40 años; de los 600.000 cubanos que hay en Miami, por lo menos la
mitad ya ha reingresado a Cuba, incluyéndome a mí. Si tú eras un exiliado que
te llamabas político, una vez que pudiste regresar y volviste a salir,
ya eres un emigrado. De manera que hemos cesado de ser exiliados.
[marzo 2003 en buenos aires]
Publicado anteriormente en
revista tsétsé #13, Buenos Aires, octubre 2003.